El mismo Jesús predicó el
reino de Dios, es decir, más exactamente, el reino de aquel Dios al que Israel
conocía como su creador y Señor de la alianza y al que Jesús, en un sentido
completamente nuevo, único, llamó su Padre.
El Padre era el
misericordioso, que se puede y debe imitar, que hace salir el sol sobre buenos
y malos. El Padre era el que perdona, si acogemos a su Espíritu en nosotros y
perdonamos también a los que nos ofenden.
La Iglesia no hace
otra cosa que asumir la predicación de Jesús, para redondear, a partir de la
cruz y la Pascua, la Palabra de Dios ahora consumada y para hacer así explícito
a Jesús, que hasta entonces aparecía sólo implícitamente en la doctrina sobre
Dios.
En la predicción el
protagonista sigue siendo el Padre que por la Encarnación, la muerte y la
resurrección de Jesús demuestra al mundo la reconciliación que se ha producido
ahora.
Dios es el amor, y no hay
ninguna prueba de esto sino que Dios entregó a su Hijo único por el mundo, por
nosotros.
La Iglesia no predica a un
Jesús aislado, sino al Dios del amor
Toda teología de Dios, de
Cristo, de la Iglesia, de sus sacramentos y, finalmente, del hombre y del mundo
en general es siempre sólo aproximación a la Palabra, que en el principio
estaba en Dios, que era también Dios, que se hizo carne y en la que Dios se ha
revelado, dando gracia sobre gracia.
Toda reflexión y expresión de la Iglesia sobre Dios debe
ser en todo momento sólo motivo para la oración, para la adoración postrada, en
la que confesemos que la majestad y la condescendencia misericordiosa de Dios
son siempre más grande de lo que nosotros podemos concebir.
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